Con sesenta y dos años encima Don Erasmo ya no esperaba sorpresas de la vida, su rutina transcurría como carga maldita de los olvidados.
Había tomado desde hace dos semanas el último empleo disponible para una persona de su condición, vaya que había cargado con la pestilencia de la discriminación tiempo atrás.
No le vivían hijos ni mujer, apenas 4 años antes encontró a Mercedes su esposa en una fría mañana asfixiada con los humos del anafre, el creía que no sólo eso la mato sino que también ella se dejo desprender de este tránsito mundano porque no soportaba mas vivir en pobreza.
Iba recorriendo los pasillos en frío del almacén de pinturas vinílicas que era enteramente suyo durante las noches, se hacía acompañar durante sus caminatas por una lámpara y un gastado garrote con los que los gendarmes golpean a las mujeres en plazas de represión.
Una vez realizado sus cuatro recorridos nocturnos, se rendía ante una silla que había sido de muchos vigilantes antes y que estaba soldada mas por la imaginación de ellos que por el trabajo de un soldador.
Salía al patio central, entre camiones y algo de aceite derramado se fumaba uno que otro cigarrillo, exhalaba profundo y volteaba hacia el gran farol celestial, inspiración de miles de eruditos, poetas, músicos y de Don Erasmo.
Ya no estaba tan solo.
Había tomado desde hace dos semanas el último empleo disponible para una persona de su condición, vaya que había cargado con la pestilencia de la discriminación tiempo atrás.
No le vivían hijos ni mujer, apenas 4 años antes encontró a Mercedes su esposa en una fría mañana asfixiada con los humos del anafre, el creía que no sólo eso la mato sino que también ella se dejo desprender de este tránsito mundano porque no soportaba mas vivir en pobreza.
Iba recorriendo los pasillos en frío del almacén de pinturas vinílicas que era enteramente suyo durante las noches, se hacía acompañar durante sus caminatas por una lámpara y un gastado garrote con los que los gendarmes golpean a las mujeres en plazas de represión.
Una vez realizado sus cuatro recorridos nocturnos, se rendía ante una silla que había sido de muchos vigilantes antes y que estaba soldada mas por la imaginación de ellos que por el trabajo de un soldador.
Salía al patio central, entre camiones y algo de aceite derramado se fumaba uno que otro cigarrillo, exhalaba profundo y volteaba hacia el gran farol celestial, inspiración de miles de eruditos, poetas, músicos y de Don Erasmo.
Ya no estaba tan solo.
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