Las historias de amor no siempre son tan bellas, a veces tampoco les encuentras la poesía, y en otras ocasiones ni siquiera tienen princesas, sólo permanecen en nosotros como memoria, porque los recuerdos son la memoria compartida.
A unos cuántos días del dos mil cinco, siendo más preciso, fue aquel día del famoso tsunami cuando dejé la ciudad de Montréal, la espera fue casi nula en aquella sala improvisada que tenía como techo una serie de tuberías y conductos de aire simulando el pecho abierto de un hombre, para nuestro último abrazo y adiós entre manos.
Todo aconteció en esa segunda mitad de ese tiempo llamado dos mil cuatro, un mes antes de mi regreso a México. Con el invierno encima y quedándome unas semana más en esa tierra tan norteña decidí aprovechar el calor que me brindaba la escuela con su cafetería y nuestros juegos de billar tan multiculturales.
Llegué derrapando a un nuevo nivel, ya que cada mes ascendías de grado, me senté pegado a una de las paredes y comenzó la clase, parece ser que el primer ejercicio o así lo recuerdo fue una lectura en voz alta, cuando llegó mi turno de leer para todos lo hice con un acento entre mexicano norteño y árabe >>obtenido gracias a mi amistad con turcos, paquistaníes y sinaloenses<<,en fin, poco me importaba, hasta que mi compañera de atrás leyó con un dejo cantadito y familiar, al terminar me volteé preguntándole en español si era mexicana.
-Soy jarocha- dijo trazándose una sonrisa en el rostro.
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