Con los muslos fríos y el radio encendido se sentía morir cada tarde, encerrada en la nevera en que se convertía aquella tienda de zapatos durante el verano, ya que al anochecer tendría que regresar al infiernillo de su departamento, con montones de deberes domésticos por hacer y el cigarrillo nocturno calado con una de sus vecinas insomnes del piso de arriba.
Le pesaba más o menos la vida, tenía libros por leer, pero sin tiempo para ellos, ilusiones por doquier y muchos zapatos feos que vender. Le venía mal la temporada, nadie quiere comprar calzado a medio año y menos con esta crisis financiera, pero eso sí, jamás faltaba alguna regordeta de pies callosos que entrara y preguntará por algún modelo sólo para descansar y refrescarse un momento.
De vez en cuando recibe la llamada de quizá su única amiga (amistad adquirida cuando todavía cursaba la prepa abierta durante dos horas diarias y que se consagraría a los pocos meses en un concierto de La Academia), la cual la insta a salir con ella y su novio, pasando invariablemente por ella a eso de los ocho y media, para alcanzar alguna promoción de jueves, se toman las cervezas que alcanzan, y con la cuenta justa se van.
A los pocos minutos ya están dejando a Gisselle en la entrada del edificio, a esa hora en que sólo viven los taxis entre semana y se levanta Don Gustavo de su apacible sueño de portero, para que Brenda respondiendo a su primer nombre, no falle a ese ritual que la lleva a quemar un sol diminuto entre labios compartidos con Rubí, su vecinita de arriba.
Goyette