18 de septiembre de 2009

Buenas noches (me dicen)

Me veo como de lejos, sentado en una clínica de aspecto bucólico, con las manos sujetando Sputnik, mi amor, tratando de ahogar la incertidumbre del porvenir en letras de un melómano japonés, escucho como una compresora rompe y hace cimbrar el pequeño espacio destinado a la espera hombres menos afortunados.

Aprovecho cada cinco minutos el agravante sonido de la máquina a mi lado, para dejar el libro en el asiento contiguo y sorber un poco de los mocos que me dificultan la respiración.

Frente a mí, en una pared que salva su desnudez cuelga un Cristo y una cruz cómo apenas pudiendo estar, un Cristo que no alcanza a voltear, que le cuesta respirar y que tiene impedidas las manos para rezar, humildemente está ahí, y yo también.


Medio absorto en la lectura no he perdido detalle alguno del transitar de los familiares de pacientes que seguramente han de guardar un olor empobrecido y cansino, casi todos al pasar me dirigen un saludo sólido e involuntario Buenas noches (me dicen), por qué negarlo, yo correspondo con las mismas ganas, pero con otra cara.

A una mujer que guarda cierta relación con el lugar le parece que mi lectura es consecuencia de algo alejado del placer, por lo que me invita a pasar a una de las diez habitaciones y ver algo por el televisor, no se ha dado cuenta de que juego a ser un personaje a lo Kundera, esperando sentado, a que mi padre termine de operar para regresar a un pueblo más grande, dónde me esperan algunas pastillas y una noche entera para que hagan efecto, en ese presagio ranchero que es de costumbre y buena educación.


Dos Gallos